Hoy no quiero hablar de la muerte, sino de la
vida, de la vida que empieza con el primer aliento que tomamos al salir del
vientre de nuestra madre y nuestros pulmones se abren y nos hacen llorar.
Hoy quiero hablaros
de la vida que corre por las venas de la literatura.
La vida de la literatura,
que sigue ahí después de que los ríos se sequen, los árboles se caigan abatidos
por huracanes, las culturas se extingan, los dioses se fulminen vencidos por
nuevos dioses y la piel de los escritores se arrugue y se vuelva amarilla y se
consuma.
La vida de la
literatura que está más allá de la vida misma.
Esa vida que se
plasma en dibujos jeroglíficos, en marcas cuneiformes, en letras que se graban
en piedras, en papiros, en papeles o en pantallas y salta de un pensamiento a
otro pensamiento, de una voz a otra voz, como un eco interminable.
La literatura es el
planeta donde Carlos Fuentes no ha muerto y nos hace sentir compasión por la maldad y
piedad por los corazones de piedra.
La literatura es
el planeta en el que Ana Frank sigue viva para siempre. Y ha vencido a Hitler. La
literatura es, sí, el escondite de Emily Dickinson, y el espacio donde El
Principito o Don Quijote existen y viven eternamente y todavía pueden creer que existe la
esperanza.